Todos los
hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios. Por lo cual,
este pueblo, sin dejar de ser uno y único, debe extenderse a todo el mundo y en
todos los tiempos, para así cumplir el designio de la voluntad de Dios, quien
en un principio creó una sola naturaleza humana, y a sus hijos, que estaban
dispersos, determinó luego congregarlos (cf. Jn 11,52). Para esto envió Dios a
su Hijo, a quien constituyó en heredero de todo (cf. Hb 1,2), para que sea
Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del pueblo nuevo y universal de los
hijos de Dios. Para esto, finalmente, envió Dios al Espíritu de su Hijo, Señor
y Vivificador, quien es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los
creyentes el principio de asociación y unidad en la doctrina de los Apóstoles,
en la mutua unión, en la fracción del pan y en las oraciones (cf. Hch 2,42
gr.).
Así, pues, el único Pueblo de Dios está
presente en todas las razas de la tierra, pues de todas ellas reúne sus
ciudadanos, y éstos lo son de un reino no terrestre, sino celestial. Todos los
fieles dispersos por el orbe comunican con los demás en el Espíritu Santo (…).
Y como el reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn 18,36), la Iglesia o el
Pueblo de Dios, introduciendo este reino, no disminuye el bien temporal de
ningún pueblo; antes, al contrario, fomenta y asume, y al asumirlas, las
purifica, fortalece y eleva todas las capacidades y riquezas y costumbres de
los pueblos en lo que tienen de bueno.
Pues es muy consciente de que ella debe
congregar en unión de aquel Rey a quien han sido dadas en herencia todas las
naciones (cf. Sal 2,8) y a cuya ciudad ellas traen sus dones y tributos (cf.
Sal 71 [72], 10; Is 60,4-7; Ap 21,24). Este carácter de universalidad que
distingue al Pueblo de Dios es un don del mismo Señor con el que la Iglesia
católica tiende, eficaz y perpetuamente, a recapitular toda la humanidad, con
todos sus bienes, bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu.